El paraíso está en las escaleras.
Simplemente era cosa de empujar. Su bendita mujer, cincuentona, fría como labios de muerto y amargada lo había jorobado desde que perdió el gusto de mirar al horizonte. Desde hace años se enojaba porque sí y porque no, porque hace frío, por miedo, por sus jaquecas, porque sí, porque no. Todos los días. Año tras año. Se enojaba. Y precisamente con él. Un hombre bueno, o por lo menos eso creía él. Siempre había cumplido con todos los deberes de ser marido, padre, hombre encadenado a una bruja sin escoba. Todos los días. Año tras año.
¿Quién dejó el agua corriendo? Nadie es consciente en esta casa. No has sacado la basura. Todo lo hago yo. Tú llegas y te sientas como rey, claro él trabaja como si yo no hiciera nada y bla, bla, bla. Todos los días durante años. Vivía en un infierno caliente y frío, ardiente de ira y congelado en la cama que tenía capas y capas de hielo conyugal, hielo de vagina artrítica, deslucida, reseca por la hiel que emanaba. Vagina triste, lejana, triste, lejana. Pero vagina, sin caridad para él que la echaba de menos entre susurros y silencios más o menos eternos.
En la escalera que bajaba al primer piso estaba el paraíso. Simplemente era cosa de empujar. El cuerpo de su mujer cincuentona y fofa se destartalaría como piñata. Bonita idea. El paraíso era todo lugar sin su mujer. El edén mítico existía, no era un discurso de sacerdote ebrio o de texto dogmático. Era cosa de esperar que saliera del dormitorio, ponerse detrás de ella, ojalá estuviera en uno de sus enojos enloquecedores, donde todos era malos, menos ella; la empujaría y cada rebote en los peldaños irían aserrando sus cadenas de acero y amor inoxidable. Y al final la luz de la eternidad para ella, o el infierno que bien se lo merece la desgraciada, y para él el regreso al paraíso perdido. El ángel de la espada flamígera le permitiría entrar y el coro que está a la derecha del padre le cantaría un Hossanna.
“No te limpiaste los pies al entrar, mira el barro o la mierda, vaya una a saber…total para eso nací para ser empleada doméstica, y tú para ser rey. Rey sin corte ni corona un infeliz que no sabe más que leer y hablar de libros un aburrido con gusto a nada, un cero a la izquierda, un mequetrefe que piensa, con la ingenuidad de un imbécil que los libros lo van a redimir de su mediocridad. Límpiate los pies será mejor, o te crees que vivo para levantar tus inmundicias, seguro que eso lo hacen alguna de las putitas que debes tener por ahí, esas que te hacen lo que yo no porque me das asco. Eres un viejo degenerado. Límpiate los pies. ¿Cuántas putas tienes?, miras hacia el suelo como si fueras la víctima aquí. No estoy loca. Dejaste barro en la alfombra. Para que la esclava vaya y lo retire. Por lo menos unas dos putas debes tener. Viejo y cochino. Me duele la cabeza. No contestas, te crees muy santo porque andas con un libro bajo el brazo, porque educas, porque te han dado premios por tu trabajo. Viejo cochino, con los pies con barro y con putas. Será mejor que me tome algo para mi jaqueca. Prepárate de comer que yo no soy esclava de nadie”.
La escala era su retorno al paraíso. Simplemente era cosa de empujar. Nadie lo culparía. La bruja cincuentona había peleado con todos los vecinos, con todos los repartidores, con todos los cobradores, con todo aquello que estuviese vivo. Pelear para respirar, para dejar de tener jaquecas, para que los otros se amarguen como ella. Si ella tiene sabor a natre en la boca y en el corazón los otros también deben tenerlo.
El empujón tenía que ser pronto. El paraíso a la vuelta de un empujón. Y luego poder acercarse a esa mujer pequeña de los ojos dulces y nariz de princesa que lo miraba con amor de siglos. Aún lo esperaba. Él había elegido a la bruja. No al ángel. Sí, era un imbécil, pero era cosa de ponerse por detrás y rescatar fuerzas de su frustración y empujar.
Subió al rellano donde bajaban las escaleras desde el segundo al primer piso. Esperaría que el esperpento saliera, se pusiese al borde del precipicio, como con un resorte saltaría, la sorprendería sin que lo mirase, porque los ojos de ella lo congelarían, y la empujaría, luego llamar a la ambulancia, actuar un poco y las trompetas del paraíso anunciarían su libertad con gusto a recuperación, a nueva oportunidad, a nueva saliva y aliento a menta.
Estaba en eso cuando sus ojos se deslizaron por la escala, peldaño a peldaño hasta llegar al primer piso y ver la puerta de su casa que distaba solo dos metros del último de los peldaños. Un quiebre, una luz, un acto de valentía simple y perfecto se le metió en la mente, el corazón y entre las uñas. Ahí estaba la puerta. La puerta era un nuevo paraíso sin sangre ni mala conciencia. Era cosa de abrirla y dejar paso a paso la soledad, los gritos y la fealdad de una mujer que ha perdido las ganas de ver el horizonte.
Abrió la puerta. Miró hacia la puerta de su dormitorio donde estaba parapetado satanás con la vagina reseca. Suspiró y salió.
“Claro, dejó la puerta abierta, total como tiene esclava, la tonta tiene que arreglar lo que el patrón desordena, ya vera cuando llegue me tendrá que escuchar”.
Pero el profesor no oyó.
One comment on “El paraíso está en las escaleras (Cuento)”
Jacqueline
05/09/2021 at 02:19Mi opinión te la doy en directo. Me gustó eso …Y el profesor no la oyó.