Una esquina con olor a naranjas (Cuento)


Las naranjas huelen rico. Son soles jugosos y dulces y tienen ese olor que hace agua la boca, especialmente de los niños. Esos pequeños ángeles / demonios que adornan la vida de un hombre solitario. Los niños jugaban y más de alguno corría a la esquina y sacaba una naranja, total don Carmelo estaba atendiendo el boliche dentro, por tanto, sus ojos algo miopes no los veía.

Por la pera les corría el jugo del sol de enero. Calmaba la sed después de la pichanga y era gratis. Un gesto osado, luego correr y agacharse debajo del camión que, de puro viejo, se desmembraba en la quebrada cercana.

Así don Carmelo, sin quererlo, ayudaba a esos mocosos a construir su felicidad de algodón de azúcar y de pelota de trapo. No solo aportaba con naranjas, también otras variedades de frutas y golosinas desaparecían con aire de misterio de los mesones de la calle.

Carmelo Morales Irarrázabal, era un hombre bueno, pero no de esos que esconden su estupidez detrás de una aparente bondad, que hacen del amor una máscara a su carencia de sinapsis. Era un hombre bueno, agradable, se reía frente a los payasos rascas de los circos de barrio y se acongojaba con las historias tristes y cebollentas de las viejujas del barrio. Lo que siempre le molestó fue su nombre. Carmelo es un nombre ridículo, lo pensaba constantemente y siempre se ilusionaba con cambiárselo legalmente, pero al recordar que era el de su padre, su afán revolucionario nominativo desaparecía. Era el nombre de su padre, el que le dejó el almacén, el que le enseñó el arte del comercio: comprar barato y vender más caro, tratar a los clientes, aunque no tenga la razón, el cliente tiene que creer que la tiene. Cuando murió don Carmelo, el viejo, Carmelo el joven se hizo cargo con entusiasmo. Y es que le gustaba, sabía que era un aporte para matar el hambre del barrio, daba fiado a los vecinos y estos, sagradamente, le pagaban los pesos respectivos a final de mes o cuando se pudiera. Sabía que colaboraba con esas familias de obreros y chiquillos de escuelas públicas, pura gente esforzada que no surgía porque en ese país largo y flaco sólo surgían los de siempre. Cada kilo de pan fiado era un puente construido hacia su paraíso de la conciencia limpia. Mientras pueda hacerlo, lo haré, pensaba desde su paz.

El otro problema de su nombre era su segundo apellido: “Irarrázabal” que en ese país largo como las penas era de gente importante, de esas que tienen plata, tierras, que viajan, que van a la universidad, que comen platos franceses y que trabajan en política. Pero él era de los pobres, no tenía nada que ver con la finura y el abolengo de su apellido. Siempre pensó que algún Irarrázabal algo caliente de entrepierna se metió con la empleadita de la casa patronal y la dejó embarazada y que por un ataque de conciencia aristocrática le dio el apellido al huacho. La verdad es que nunca supo el origen de su apellido; cuando le preguntaba a su madre, que ya estaba en el cielo, respondía con evasivas, nunca le dijo algo, talvez en realidad lo ignoraba o le servía para sentirse especial por ese aire de princesa fugitiva.

Carmelo estaba soltero. Había tenido amores juveniles, pero nunca se había encadenado, simplemente no se había enamorado. Ni los ojos de Laura, ni las piernas robustas y torneadas de Diana y menos los labios de Marisol. Ninguna de ellas le importó en serio, eran un trozo de historia que se diluía sin remedio. Y las otras, que no eran tantas, ni siquiera tenían nombre y menos rostro, eran menos que un recuerdo, una especie de fantasmas rosados y con sabor a nada. El almacenero no se había enamorado, había preferido la compra y la venta, las lechugas frescas, los tomates limachinos y las latas de sardinas. Al final de cuentas era su mundo, en donde el único monarca era él.

Luego de cerrar el boliche, exactamente a las  nueve de la noche, se iba a su casa que estaba atrás del negocio. Pequeña, acogedora, limpia, con olor a cilantro, comino a duraznos frescos; sin embargo, lo más seductor era el olor a naranjas. Qué rico se sentía, invadía la pituitaria como una marejada espumosa, suave, persistente, cotidiana.

Se preparaba siempre una comida con estilo, nada de algo rápido y echo a la diabla. Elegía alguna receta  que hubiese dejado su madre, que estaba en el cielo, y armaba una cazuela de carne como corresponde, como la hacía su madre, que estaba en el cielo. Comía disfrutando. Y luego recibía a su amante perversa, se llamaba soledad.

A pesar de estar cómodo con su vida, en ocasiones la soledad se le metía en los huesos, en las arrugas en torno a sus ojos y en su sonrisa que dejaba de brillar. Se sentía sólo. Su madre, que está en el cielo, se lo había pronosticado. Si no te casas luego vas a ser un viejo solitario y tendrás que conformarte con mirar por la ventana como los demás tratan de ser felices. Su madre estaba en el cielo.

Estar sólo y ser solitario son dos cosas muy diferentes. Cuando estaba atendiendo a sus clientas o preparando un pedido y empaquetaba los fideos y las salsas de tomate todo era dulce, vivía su rutina con una sonrisa que le lubricaba el alma. Se sentía bien. Aunque estaba solo. Pero en la casa, cuando el trabajo dejaba de ejercer su poder hipnótico la soledad se instalaba en la mitad de su pecho y no salía hasta que subía la cortina metálica del almacén de la esquina, de su esquina, y ponía las frutas y hortalizas en las bandejas para tentar a la clientela y a los chiquillo hambrientos y mañosos que jugaban por ahí.

Tenía 42 años bien tenidos. No era feo, algo moreno, cabellera negra y sedosa, de sonrisa fácil y atractiva. Su cuerpo era armónico, aunque en ocasiones las recetas de su madre, que estaba en el cielo, asomaban en una impertinente barriga. Era un hombre común y corriente, pero con un alma pura. Sí, hay hombres puros porque no desean el mal ni menos lo hacen. Este era Carmelo, el almacenero que perfumaba la esquina con sus naranjas. Pero tenía 42 años, era viejo.

Precisamente pensaba en sus 42 primaveras cuando entró una joven a comprar. Era de una belleza sencilla, así como un paisaje de campo o un ramillete de margaritas. Cuando se fue, la joven siguió en su retina y entre los pliegues de sus arrugas cuarentonas. La imagen de esos cabellos negros, ese perfil insolente y sus labios húmedos lo penaron todo el día. La joven se fue, pero no se fue.

Fue a la semana cuando se convenció que estaba enamorado. Pero tenía 42 años, ni más ni menos.

Supo por medio de una de las viejujas, que hacían de su boliche un centro de rumores inocentes y no tantos, que la joven, esa que le invadió el alma, se llamaba Violeta, tenía veintidós años y era profesora en el jardín infantil del barrio, había llegado recién al sector, era capitalina, soltera, muy simpática, sus pequeños estudiantes la adoraban, era creyente, señorita y decente, muy dije. La información era completa y auspiciosa, sobre todo aquella parte de “soltera”.

  • Soy almacenero y tengo un nombre ridículo.
  • Soy profesora y creo que los niños son ángeles casi siempre.
  • Dicen que mi segundo apellido es muy fino, de esos vinosos, con fundo y todo, pero yo sólo tengo un almacén con naranjas.
  • En cambio mis apellidos son más bien de población callampa. El primero Pérez y el que sigue es Chaparro. Tienen olor a empanada y vino tinto.
  • Tengo cuarenta y dos años y creo que soy viejo para ti. Tengo miedo de ser viejo para ti.
  • Tengo veintidós años y no creo en estupideces. Me encantas sobre todo cuanto miras detrás del mostrador y envuelves tan bien una docena de huevos o un cuarto kilo de azúcar.
  • ¿No hay prejuicios?
  • Ninguno, ni tú eres un viejo ni yo soy una profanadora de tumbas.
  • Eres divertida.
  • Eres hermoso.
  • Fue el olor a naranjas ¿verdad?
  • Sí, aunque el olor del cilantro, de los pepinos y de las almendras ayudaron bastante.
  • ¿Sabes que eres mi última oportunidad para derrotar mi soledad?
  • Dame la mano, y vayamos a abrir el almacén. Te ayudo con las naranjas.

Violeta siguió siendo profesora por la mañana, por la tarde era almacenera.

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4 comments on “Una esquina con olor a naranjas (Cuento)

diego

muy buena historia ¡¡¡ , saludos

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Clara Yañez Gar9

Me encantó, tiene un estilo a lo escrito por Isabel Allende.
Cuantos Carmelos existirán, en este país

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Margarita

Siento la naranja, su jugo, su acidez , su aroma y sus dulzores…me transporto a mi antiguo barrio donde existía el almacenero , ahora mi barrio , dicen , pertenece al centro y no tenemos esos locales. Siento el cabello sedoso … . Mi asesor de negocios diría , has trasmitido.

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Jacqueline

Buena, tiene aires nuevos, positivo. Es ágil. Me gusto ese diálogo solapado. Sí es ágil y fresca como una naranja.

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