No me alcanzó ( Cuento corto)


Al sentarse en la vieja poltrona de su habitación comprendió todo.

Hace un par de días lo llamaron de urgencia desde la localidad de Putaendo. Le dijeron que su hermano estaba mal y que lo llamaba, que quería hablar con él.

El viejo partió. Fue solo. No quiso meter a su esposa, porque las cosas de familia, por lo menos de su familia, las trataba con reserva. Siempre había tenido esa costumbre. Al final se lo contaría, lo importante era no molestar a su mujer, total preocuparla no serviría para nada.

El hospital del pueblo era de esos construidos en la década del 60, robusto, grueso, con olor a enfermos, con gemidos y ese color indescriptible que bien podía ser amarillo o pura mugre.

Lo esperaba un médico muy joven con un bigotito francés, el viejo se imaginó a un mosquetero que en vez de un florete esgrimía una jeringa. El médico le advirtió que su hermano estaba muy mal y lo más seguro era que no pasara de un par de días para que dejara este mundo.

Su hermano, juntos habían compartido el hambre y a una madre que se descrestaba amasando para darle menos de lo justo para que las tripas se tranquilizaran. Mucha hambre, puro choclo tostado, higos secos, trigo robado por ellos y molido por su madre cómplice, algo de uvas y las sobras del pan que se lograba vender. Mucha hambre.

Se recordó lo que le costó entender que su hermano y él tuviesen apellidos diferentes. Su madre nunca habló de los hombres que la preñaron, no era necesario; a lo hecho pecho, total, ninguno de los dos padres ponía un peso para los chiquillos. Pero, como para redimirse, le habían dado el apellido; el viejo era Salgado y su hermano Aguilar. Cosas del campo, se decía  el viejo.

El doctorcito lo llevo a la habitación, pero antes de ingresar se toparon con el capellán que venía, con cara seria, saliendo de hablar con su hermano. ¿Ud. es el hermano? El viejo afirmó con la cabeza. Pase y espero que su corazón sea bondadoso.

El viejo, asombrado y algo miedoso, entró. Su hermano era siete años mayor y se estaba muriendo.

El enfermo abrió los ojos. El viejo lo saludo con un apretón en su mano. El hermano mayor lo reconoció. Comenzó a lagrimear sin sollozos, en un silencio inquietante. Sin saber qué hacer el viejo se sentó en la orilla de la cama y se lo quedó mirando con una pena que no había sentido nunca.

De pronto, el enfermo se sienta y abraza al viejo, apretado, honesto, viril, arrepentido. Y le dijo simplemente: “es que estaba solo.”

Al sentarse en la vieja poltrona de su habitación comprendió todo. Hace más de sesenta años las manos de su hermano lo tocaron, el aliento desequilibrado de su hermano lo invadió. El viejo corrió y su hermano lo persiguió. “No me alcanzó”.  Descansa, hermano. No me alcanzaste.

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