¡Qué complicado es decir honestamente lo que uno piensa! Desde un tiempo a esta parte el simple hecho de expresarme libremente se me está haciendo muy difícil. Demasiado creo yo.
Hubo un momento que debí seleccionar a mi receptor para no ser descalificado y ser clasificado de la manera más simplista y torpe posible.
Precisamente ese en el problema, la inmediata y fútil clasificación de que podemos ser víctimas si no pensamos como el otro. ¡Ay de aquél que piense distinto al tono de moda que se ha impuesto, al ideologismo preponderante en los círculos donde uno se mueve!
Sin embargo, como estamos en un país democrático debo aceptar estas pullas y clasificaciones vacías, ofensivas y agresivas porque pareciera que es lo esencialmente democrático, o sea, invalidar al otro porque piensa distinto. Muy mala concepción de lo democrático, por cierto.
Curiosamente se ha luchado para evitar las conjeturas binarias de la realidad y hemos caído exactamente en esto al simplificar la realidad entre lo que piensan los otros y lo que pienso yo. Unos buenos, otros malos, unos fachos, otros comunistas, otros machistas, aquellas feministas, ese conservador, aquel progresista.
Comencé a notar este quiebre democrático y moral cuando trabajaba en una universidad, impartía asignaturas humanistas, lo que me permitía un diálogo constante con estudiantes y profesores. Los estudiantes, en cuanto se les proponía un tema de cierta trascendencia: política, economía, histórico, valórico, hacían aquello de responder desde un simplismo penoso que dejaba muy a las claras que el conocimiento acerca de lo tratado era nimio. El estudiantado, en general, respondía y fundamentaba esqueléticamente desde los titulares de las noticias, sus opiniones eran huecas y sin sentido, parafraseaban, laconismo puro, una oración y nada más porque nada más tenían para decir. Es por esto que, al menos en esa universidad, la representatividad de los estudiantes, era poco considerada por la autoridad académica. No eran tomados en serio, no había riesgo en lo que planteaban, ni ideas liberales, ni conservadoras, ni revolucionarias, ni reaccionarias, sólo repetir lo mismo que decían otros.
Con los profesores ocurría otro fenómeno. La chacota, lo banal aquello que era risotada fácil era por todos compartido y reforzado con un ambiente alegre, simpático. Otra cosa era hablar de política y de religión, por ejemplo. Estos temas tenían algo de tabú, el silencio los ocultaba, sólo en grupos de docentes que ya se conocían había cierta apertura, pero con la certeza que lo dicho no iba a llegar a las autoridades que podían tomar alguna represalia, o sea, despedirte simplemente porque no simpatizabas con las ideas derechistas que primaban. Los profesores de este sector político podían discursear sin problema alguno, estaban como en su casa, se sentían protegidos, una coraza ideológica hacía que se creyeran invulnerables, por lo menos en ese contexto. Lo mismo ocurría con temas religiosos, en cada oficina de los directivos habían grandes cruces o en sus escritorios o en la pared del fondo como presidiendo el contexto. Cada semana santa se nos mandaba reflexiones y páginas web recomendadas que olían a sotana y a Opus Dei.
La reacción de los docentes no alineados era, nuevamente el silencio o el comentario entre correligionarios, murmullos, miradas recelosas, esperanza de que hubiese un soplón que informara y que se nos echara.
La verdad es que no recuerdo que se haya desvinculado a alguien por cuestiones políticas o, por lo menos, no lo supe. Sin embargo, estaba esa actitud de autocensura porque el resto, que era la mayoría, era de otra postura política eternamente beligerante con la llamada izquierda o, por lo menos, críticos del sistema dominante.
Ahora que trabajo en otro espacio educativo ocurre lo mismo, pero al revés, el discurso dominante es el neomarxismo, la mirada antisistema, el antiliberalismo. Los menos, que piensan de otra manera, prefieren guardar silencio, nadie discute las acciones y directrices marcadamente políticas por no caer mal, por no “tirarse a los colegas encima”, por no ser invisibilizado, por no ser víctima de pelambres y objeto de risa. Ni en lo político, ni en lo económico, ni en lo moral, ni en lo religioso.
Años atrás, dieron una charla a los docentes una empresa que orientaba sobre el sensible tema de las pensiones; el relator expresó muchas críticas sobre el sistema de jubilación de las fuerzas armadas, encontrándolo abiertamente injusto para el resto de los ciudadanos. Varios profesores estuvieron de acuerdo. Al rato, cuando terminó la charla y tuvimos que irnos a nuestras casa un colega, ex uniformado, empezó a criticar lo que se había dicho. Yo le dije que por qué no había expresado su desacuerdo en la reunión y me respondió que no quería problemas.
Que poca tolerancia y que miedo existe aún, cómo es posible que no nos escuchemos, que no veamos que el otro tiene algo de verdad en su ideas y principios.
Pero vámonos al círculo más íntimo. En la familia pasa lo mismo, por cuestiones de principios me ha costado mucho aceptar ciertas cuestiones de índole política y morales que están absolutamente en boga en Chile y que manifiestan una forma de ser y pensar que no me satisface. Al hablar en mi casa de estos temas me encontré con frases condescendientes como: “ esas ideas son de los viejitos de la concertación” o “media anticuadas tus ideas” y las mejores :”estas medio facho” y “ otro facho pobre”. Esto dicho entre bromas no deja de ser preocupante pues implica una gran incapacidad de entender y escuchar al otro. No, necesariamente, debemos pensar lo mismo para respetarnos.
Es obvio que en un hogar derechista le deben decir “poco patriota, comunista resentido, bolchevique, castrista, come guaguas” al pobre integrante que tenga ideas progresistas.
Que simplismo el de clasificar sin entender, el de no querer escuchar, el de creer que se tiene la razón porque sí. La moda ideológica no debe ser el parámetro de la aceptación. No deseo ni quiero estar a la moda ideológica, mejor dicho no quiero ser esclavo de ideología alguna. Si hay algo que encuentre positivo, altruista, benéfico para la mayoría, justo, humanista voy a apoyar esa idea y la defenderé en las acciones y en el relato, pero no me impongan ideas porque todos, o la gran mayoría creen que es lo correcto. La mayoría no es para mí signo de bondad ni de certeza. La historia ha demostrado hasta el cansancio los errores de este criterio.
Ni liberalismo, ni conservadurismo, ni progresismo nada que yo no quiera, nada que yo no entienda, nada que yo no sepa fundamentar. Y esto lo machaco, pues muchas de las personas afiebradas con las ideas de moda solo tienen un barniz de ellas, saben lo que dicen las redes sociales, son lectores de Facebook y fanáticos de los videos de tiktok. No saben, pero siguen la moda, levantan banderas, se ponen pañuelos, gritan en las esquinas, rayan paredes, lanzan piedras, insultan al opositor, funan porque es moda, porque es entretenido. Pura diversión hueca y hasta farandulera.
Ser anticuado es leer, tratar con toda el alma de ser moral, creer en Dios sin vergüenza, escuchar al otro porque es valioso. No creer en ideologías baratas y materialistas.
La derecha y la izquierda han separado al país a través de una emocionalidad violenta que hemos aceptado como tontos. Se nos usa, para los fines políticos, ideológicos de una élite que solo cambia de nombres.
Y la razón sigue pisoteada, encarcelada en la creencia popular que hay que seguir al gallo que más canta o al que canta aquello de: cambios al sistema, de cambios a la estructura, de cambios sociales, de cambios económicos, de cambios educacionales, de cambios constitucionales. La pandemia del cambio nos ha transformado, efectivamente, ya no nos toleramos; parece que hay que ser como la mayoría, entonces mi verdad no la expreso porque el contexto me atrinca y me castiga si no soy como ellos.
Es tan fácil pensar lo que piensa la mayoría. Quiero ser de la minoría que piensa por sí mismo sin color de moda, sin ideología a la que brindarle pleitesía. Quiero que al expresar lo que pienso y siento no se me juzgue, ni se me aparte.
No me creo poseedor de la verdad, pero no prostituyo mi intelecto creyendo porque sí lo que me vende el mercado ideológico.