Sísifo vencido (Cuento)


El camino hacia la casa era terroso. Vivir en la punta de un cerro era lo que siempre había hecho. Población de calaminas, paredes de latas y cartón, ventanas y puertas desniveladas y un pozo para limpiar el estómago del pan, el arroz con huevo y de los fideos con una dudosa salsa de unos tomates aún más extraños. Pura pobreza. Los perros saltaban entre su propia mierda, gatos dormitando encima de los techos recibiendo el calor miserable de un sol no muy democrático porque a unos reseca mientras que a otros broncea. Pobreza con olor a lo de siempre, a infancia con leche de consultorio público, a frituras de salchichas marca misterio que no tienen gusto a carne, sino a sospecha, pero que llena panzas piojosas y desesperadas.

Mario volvía a casa. Mediagua. Callampa. A milagro arquitectónico porque a pesar de las pocas esperanzas puestas en esos palos parados, seguían allí amparando los callos de las manos de su padre y su madre. Pobres desde antes de ser paridos.

Nido de angustia, de recelo por el bien vestido, por aquellos que vivían al otro lado de la ciudad y al otro lado de la fantasía social. Revolución la gran solución, pensaba, Mario. El cambio debe llegar, hay que abrir las grandes alamedas de verdad. La élite nos consume…Mario, el revolucionario, el izquierdista que creía en que la cancha se puede emparejar y que el pobre puede aspirar a más en un mundo donde exista justicia e igualdad.

Bonito discurso, pero hueco, porque no había forma de ejecutarlo. Eran palabras. Era utopía de ascendencia judía, era el sueño de un burgués que se enriqueció defendiendo al pueblo desde su puesto de periodista y filósofo del engaño. Y la pobreza seguía allí como la hermana inmortal de gran parte del pueblo. A reinterpretar a Marx se gritaba en las universidades, mientras los piojos anidaban entre los rulos de los agazapados entre las paredes deformes de la población de Mario.

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Luz, una sola sílaba, era su nombre. Devota de María inmaculada y de la moda con igual ímpetu, pues ambas parecían salvíficas. Desactivó la alarma, entró y soltó con negligencia su mochila de marca enaltecida por el mercado y su chaqueta de esas que equivalen a dos meses de pan para los de la otra orilla. La nana le había dejado el almuerzo en el comedor de diario de la cocina americana abierta a la luz del patio donde los rayos del sol rozaban los naranjos. Era el día en que la cholita salía a ver a sus cholitos, todos morenitos, de pelo quiscudo, pómulos salidos y con voz humilde como suplicando la comida de los otros, esos a los que la vida les sonreía en forma de casas, autos y platillos de nombre en francés. Estaba sola. Sola. Igual que cada uno de los de su familia. Su padre solo en su gerencia, la madre sola en su consulta, el hermano solo en la sacristía, ella sola en su casa con sus lujos, cristales, electrónica y espacio mudo. Sola, pero con la tarjeta a su disposición. Sola, pero con plata, total eso marca la diferencia. Tenía plata, tenía aire, tenía plata, tenía aire…

Subió a su dormitorio, palmeó sus manos con anillos de ese metal amarillo que enloquece a los devotos de Adam Smith y su vicario Friedman. Se lanzó a la cama, miró el cielo rosa de su habitación y recordó que debía estudiar para su clase de Economía de la universidad de las sotanas. Estaba sola, pero con plata. Estaba sola, pero viajaba. Estaba sola, pero olía a Carolina Herrera.

El barrio estaba en silencio. Las patrullas de seguridad privada eran muy eficientes. Habían realizado un buen trabajo, especialmente cuando la gente del otro lado había querido marchar por esas calles de plátanos orientales y palacetes de rancia aristocracia. Los Eguiguren, los Echeñique, los Piñera y los Claro reaccionaron exigiendo más y más seguridad, ya que la policía del estado, toda verde ella, era tan ineficiente y cobarde que no apaleaba como corresponde a esos comunistas. Sí, eso, comunistas. Querían otra Cuba, otra Venezuela. Dios no lo iba a permitir. Dios apoyaba a los justos a los decentes, a ellos. Cuando los roteques quisieron pasar por esas avenidas, las cámaras se apagaron y comenzó una pateadura fenomenal entre guardias con anhelo de Rambo en decadencia y los que alzaban la voz pidiendo justicia. O sea, tener más plata, que es como se entiende lo justo.

La paz que da el tener. Trabajo nos costó, pensó; no a mí, claro, si no a mi abuelo y sus fundos lecheros. Harto que trabajó para tener lo que tenemos. Sin embargo, estoy sola.

Miraba el cielo rosado. Estaba sola. Con el estómago lleno, sin riego, sin miedo. Tenía de todo. Incluso podría no terminar su carrera y seguiría teniendo. La soledad le acariciaba el cabello y el sexo.

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Mario trabajaba de día y estudiaba de noche. O por lo menos lo intentaba, ya que después de acarrear ladrillos, subir valdes con mezcla de cemento, doblar fierros y martillar clavos rebeldes no le quedaban fuerzas. Tomaba la micro, se dormía con el cuaderno abierto, lo que le consolaba la conciencia de que en realidad no estudiaba, que sus calificaciones eran una batahola de suerte y sistema educacional facilista que aprueba para no perder clientela. Era el sistema, el maldito capital el que estaba detrás de todo, delante, abajo y arriba de todo. Era un capitalismo despiadado que explota a unos para acariciar a los menos. Y rumiaba y rumiaba frustración, desprecio, resentimiento. Él no tenía y a otros le sobraba. Sentía en cuerpo y alma los clichés políticos que su padre le había predicado en el oído desde que soltó la teta de su madre. Que los momios, que la justicia, que la dignidad que nos adeudan. ¡Malditos burgueses!, pensaba desde su mentalidad educada en la carencia y en el ayudismo estatal. Lo curioso era que como otros tantos, que pensaban lo mismo, no sabía lo que era burguesía y, lo peor, que lo que realmente deseaba era ser como esos a los que detestaba. La revolución del picado, cambiar el poder para agarrar yo ahora. Esta idea ningún devoto de las diversas izquierdas la confiesa, sería una traición. Claro que en cuando tienen oportunidad cambian la micro por un Mercedes, una casa pirigilienta por un chalet, su mujer gorda por los completos rebosantes de mayonesa por una rubia delgada y que hable de moda y farándula.

Los estudios de Mario se los pagaba una beca del estado. Cero pesos, nada, ni un céntimo tenía que pagar. Pero aún se sentía injustamente tratado porque el sistema me educa para esclavizarme, para ser uno más, me despersonaliza, me quita mi dignidad. Había leído la lección del diario de su sector, así que predicaba el evangelio de las eternas víctimas, de esas que cuando llegan al poder gozan de la vida y del mercado negando hipócritamente que alguna vez les provocó arcadas.

Hay que protestar, compañeros, hay que exigir la dignidad que se nos niega. Otra frasecita aprendida que lo catapultó a dirigente estudiantil. ¡Al paro, al paro! Y los que escuchaban se encantaban, por fin la justicia se acerca, ya viene el cambio, y aprovechamos de aplazar las evaluaciones, descansamos; incluso, podríamos tomarnos el instituto, se toma, se fuma de la güena y alguna compañera generosa nos hace el favor. Era el pueblo unido que jamás será vencido.

Mario, se miró al espejo del baño y vio a un extraño.

Siempre habían vivido desde el prejuicio. Que ese es comunista, que el otro es facho. El simplismo rayano en la estupidez les impedía ver a la persona en el otro. Izquierda, derecha, pueblo y capital eternamente enfrentados para interpretar la obra desquiciada que siempre nos ha dividido, los que tienen y no dan y los que tienen y envidian. Simple verdad. Unos dicen que es justicia pedir más, los otros dicen que lo que tienen es fruto del trabajo libre y constante. Pero al final unos tienen más que otros. Qué Marx puede cambiar esta situación de indignidad del pueblo. Qué el desarrollo del capital puede satisfacer a toda la sociedad. Ni lo uno ni lo otro. Mentiras, utopías, discursos, maldad pura para mantener a unos en el poder y a otros anhelantes de él.

La cerveza de Mario estaba fría, rica, el amargor le encantaba, era una metáfora de la vida encantadora, pero amarga. Mañana tenía que hacer un muro de retención para evitar que parte de un cerro colindante a la construcción de ese gorila de 30 pisos no hundiera el suelo. Nada del otro mundo, ya tenía varios muros a su haber.  Piedras y cemento en un molde de fierro, para sujetar, comprimir, apretar. Pensó lo de siempre, los muros se parecen al sistema y yo soy su mano derecha.

En el fondo Mario no se creía. Muy en el fondo, más allá de su conciencia, el juego de las apariencias y de las compensaciones sociales no eran más que rabia por no ser uno de los afortunados. La rubia que viene entrando debe tener de todo. Tiene pinta de cuica.

Bonito el picante chascón. Mozo, una gaseosa, por favor. Me mira como una invasión. Bonito el picante. Tiene cuadernos, debe ser estudiante, pero sus manos son toscas. Obrero de la “contru”, seguramente. Pero es bonito, con aire de hombre resuelto. Y esa barbita media subversiva, como todos los izquierdozos que imitan al Che Guevara. No creo que sepa quién es el tal Che. Bonito el picante. ¿Cómo será su aliento? ¿Sabrá acariciar sin hacerme sentir muñeca o puta de segunda? ¿En qué creerá? Es bonito, pero picante, huele a cebollas en escabeche, pero a mí me gustan las cebollas en escabeche. Total, con mirarlo no pierdo nada.

Y si me acerco. Capaz que logre ligar con una cuica. Sería la envidia del barrio, barro, berro, burro. Siempre mi poeta interior me traiciona. Tiene un hermoso cabello, pelolais, obvio. Buen pellejo. Hay buena carne ahí. Pero difícilmente me pescaría. Soy un atorrante con pinta de flaite con un ramillete de sueños, ideas y laberintos. Ya está bueno. No más imágenes retóricas. La verdad es que está linda. Sus labios, Dios mío, deben ser suaves y olorosos a viento del sur. El obrero poeta y atorrante mirando a una ninfa de barrio alto. Típica teleserie, el pobre y el rico. Lo malo es que yo soy el pobre. Me miró las manos. Tengo callos igual que mi padre…y que mi madre. Ella es suave, un pedacito de nube, un ala de golondrina. Está buena. Le haría una revolución en su entrepierna. Ya basta tómate la cerveza y ándate al instituto para jugar al progreso, a la ilusión del progreso. Tiene buenas piernas.

Ni Mario fue al instituto ni Luz estudió economía. Él se acercó con un nudo en el estómago, haciéndose el lindo y de paso el valiente, sin embargo, el miedo a decir tonteras, a que se le notara lo poca cosa le roía la mandíbula y el píloro. Ella lo miró con extrañeza y con cierto aire de barrio alto, pero con ganas de no cumplir algunos mandamientos de Dios y otros que le habían adoctrinado desde la cuna.

Conversaron, rieron, se dieron una oportunidad. Estaban destruyendo prejuicios, mitos, estereotipos. Estaban permitiendo que el ángel desnudo lanzara flechas con ese veneno que es la única dignidad de la humanidad. Aún no lo percibían, pero daban vuelta la hoja de la historia de la estupidez y la inmoralidad de nuestra especie. Iban a escribir con amor cada día de su vida hasta que la muerte los rosara con sus labios fríos, para ello faltaban más de cincuenta años, muchas dudas, otros tantos problemas, luchas contra sus familias, sus amigos, contra las ideas que los demás querían imponer y tres hijos que los acompañarían en ese viaje amoroso que comenzó con una cerveza en un barzucho de dudable calidad.

A la salida, Mario acompañó a Luz a su auto. Por primera vez sus lenguas se rozaron y se despertó esa fuerza que es la única revolución que cambia y purifica, la única razón que entierra los miedos y da posibilidades de felicidad a los hombres y mujeres que ven más allá de los cuentos políticos restrictivos y encadenantes que nos han contado.

Hitler y Marx se besaron una y otra vez, acercándose a la gloria, a la verdad, a la plenitud.

A la vuelta de la esquina Augusto le guiñaba un ojo a Fidel, éste le sonrió dulcemente.

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